Aquí aparecerán textos de manera aleatoria. Nunca será el mismo y nunca durará el mismo tiempo. Dejemos que el azar nos dicte qué leer.
Todo el año es invierno junto a ti,
Rey Midas de la nieve.
Elena Garro
—¿Cuál es el día más importante para los pingüinos? —me preguntó.
La vi mirar la pantalla de la computadora mientras mordía el borrador de un lápiz. A un lado, las hojas que transcribía: llenas de tachones, apuntes de teléfonos, nombres de libros y personas, direcciones, dibujos esbozando las siluetas de algunas aves, y notas de las ideas que se le ocurrían para comenzar los próximos capítulos del libro en el que estaba trabajando. Y ahí, encerrada en tinta roja, la pregunta. «¿Cuál es el día más importante para los pingüinos?». Ángela regresó la mirada a donde me encontraba y me repasó a detalle. No respondí. Sé que buscaba la respuesta en mis ojos y, al darse cuenta de que era inútil, regresó la mirada a la computadora. Hacía un poco de frío y por la ventana se filtraba la luz de la tarde. Era otoño.
A veces sus preguntas querían decir otra cosa que no alcanzaba a entender, como si preguntar «¿cómo es el azul?» fuera preguntar «¿por qué el cielo y el mar comparten el mismo color?». Tras el cuestionamiento, terminaba por confirmar que su mirada era como la de una niña que pregunta tras pregunta espera una respuesta asombrosa que le ayude a descubrir otros lugares del mundo. «¿Cómo será poder volar? Imagina conocer todos los bosques de la tierra, cada montaña, cada llano, cada ciudad». Siempre que lanzaba una pregunta, tenía la misma mirada: brillante y desbordada de asombro. Por eso me gustaba verla como se ve al horizonte esperando la revelación de cada atardecer.
Sus ojos eran verdes, pero no todos los ojos verdes son iguales, los de ella me recordaban a los árboles que vi por la carretera la primera vez en la que viajé al centro del país, cuando asistí a un curso de investigación para hablar sobre la crisis migratoria que atravesaba la nación. Aquel día, en cuanto subí al autobús, me quedé dormido, pero una vuelta muy pronunciada me despertó. Al abrir los ojos, me encontré con las llanuras inmensas de sol y arena, sólo para darme cuenta de que habían pasado cinco horas y apenas estábamos saliendo del estado. Me lamenté porque todavía quedaba un largo camino por recorrer, pero descansé la mirada en el paisaje, en lo poco que podía: algunos mezquites, las cercas de alambres y una parvada que alcancé a ver a lo lejos. Cuando por fin llegué a mi destino, el paisaje se tornó verdísimo. Los árboles se alzaban inmensos sobre la carretera.
Conocí a Ángela en una reunión de excompañeros universitarios. Ella iba acompañando a un amigo y esa noche abandoné a mis conocidos para poder conversar con ella. Mientras ellos buscaban presumir lo poco que habían logrado, yo me esforzaba en llamar su atención. Recién habíamos terminado la licenciatura en literatura unas semanas atrás y ante el desempleo no nos quedaba sino aferrarnos a nuestros pequeños triunfos. La graduación pasó desapercibida por todos, fue una ceremonia desafortunada en un salón de eventos infantiles acondicionado para la ocasión, y cada quien escapó con su familia para celebrar que concluimos una carrera que nos condenaría al fracaso. Entonces me dediqué a cultivar un jardín en el cual poder conversar con ella. Me dijo que todavía seguía estudiando, cursaba la licenciatura en biología y le faltaba un año para terminar, pero ya estaba trabajando en su tesis, un trabajo sobre las aves, sus rutas de vuelo y sus procesos migratorios.
Apenas un par de años atrás, una caravana compuesta por miles de personas cruzó el país para llegar a los Estados Unidos en busca del «sueño americano», una forma irónica de llamarle a la promesa de una vida mejor al otro lado de la frontera. Ellos no iban en un camión, como yo, sino que se montaban al lomo de La Bestia, un tren que atravesaba todo el país, que recibía su nombre por lo terrible que podía ser, como un animal que ataca a la menor provocación. Así cruzaban el territorio nacional. El primer reto era enfrentarse al clima, que iba desde las lluvias más intensas hasta un calor insoportable, sobre todo en la región norte, en el desierto de Sonora. Pero lo peor no era el clima, sino la violencia que azotaba al país, que día a día dejaba decenas de muertos y desaparecidos. Los migrantes tenían que sobrevivir a las pandillas, a los narcotraficantes y a los policías que, a fin de cuentas, terminaban por ser lo mismo: una organización criminal.
Pensé en qué empujaba a las personas a huir de sus países y me pregunté cuánto tiempo era necesario para atravesar un país. Durante el curso al que asistí aquel verano, me di cuenta de que cruzar todo México significaba atravesar casi cinco mil kilómetros y me pregunté de qué tamaño es el infierno. Ángela se preguntaba por el tamaño del cielo. Escribía un libro sobre las aves y llevaba años investigándolas. Ahora ya había egresado de la universidad y pensaba en publicar aquella investigación, que le serviría para titularse. Cada noche, desde la computadora del departamento, escribía sin parar. Yo sólo escuchaba el golpe de los dedos contra las teclas como los pasos ansiosos de quien persigue una idea.
Por las tardes se sentaba en el parque que estaba a un par de cuadras del departamento para observar las aves y dibujarlas. Además de su gusto por la ciencia, durante la infancia dedicó casi todo sus cursos de verano a aprender sobre arte y literatura. Era buenísima dibujando y en algún punto de su vida coqueteó con la idea de estudiar artes y dedicarse a la pintura, pero su madre le dijo que se moriría de hambre y ella se convenció de que era cierto. Ahora sus dotes le servían para registrar información necesaria para su investigación. A veces, trazar aquellas líneas, también era una manera de encontrar un momento para huir de lo cotidiano e imaginar otros mundos posibles. Las viñetas eran pequeños escapes creativos que le servían para encontrar las palabras precisas. Por eso, cada que veía un ave diferente, saltaba de emoción, en una rutina de pasos pequeños para cuidar que las aves no se asustaran y elevaran el vuelo. Trazo a trazo trataba de atraparla. Después se dedicaba a contemplarla hasta que volaba. Sin embargo, más allá de cualquier descubrimiento, le pesaba una ausencia: se sentía triste porque nunca había visto a un pingüino. Eran su ave favorita porque nadaban, vivían en el frío y no podían volar. «¿Qué clase de ave es?», se preguntaba siempre entre risas.
Cuando comenzó su interés por los pingüinos, más o menos en la adolescencia, cuando su mamá le regaló un peluche, se sorprendió al darse cuenta de que sus procesos migratorios eran diferentes al del resto de las aves. Los pingüinos migraban nadando y podían recorrer distancias de hasta mil kilómetros. Así compensaban el vuelo con el nado. Surcaban las aguas más frías en lugar de atravesar el cielo. Yo sentí la misma sorpresa cuando leí que una vez un grupo de cubanos huyó de la isla nadando hasta llegar a Miami. Atravesaron una distancia de quinientos kilómetros. Me resultaba imposible imaginarlo. No sabía nadar, pero me gustaba visitar el mar durante el verano. Aunque ese verano no viajamos a ninguna playa. Tampoco salimos de vacaciones. Ella estaba demasiado concentrada en su investigación y sólo tenía tiempo para leer, escribir y dibujar. El único escape que compartíamos era caminar por el parque. Nos gustaba pisar las hojas que el otoño esparcía sobre la banqueta y escucharlas crujir. Después reíamos hasta que nos dolían las mejillas y regresábamos a casa con la convicción de saber que podíamos caminar sobre el fuego.
Fue entonces cuando comenzaron los planes para el invierno. Ángela ya pensaba en la navidad. Se trataría de la primera vez que la celebraríamos juntos. A la par, festejaríamos que estaba por terminar su investigación. Un primer borrador estaba siendo revisado por sus maestros. Inclusive uno de ellos le mencionó la posibilidad de publicarlo en una de las grandes editoriales transnacionales, de esas que están en todas las librerías, de las que acaparan el mercado, monopolizan el gusto y dictan el canon, porque le confesó que tenía algunos amigos metidos en la dirección, sólo era cuestión de firmar el libro como una coautoría: entonces el libro, que escribieron entre Ángela y el maestro —que colocó un par de puntos y comas—, vería la luz en México, Argentina, Colombia y España, con la posibilidad de ser traducido o ser material para que algún documentalista de la agencia editorial lo usara como punto de partida para cualquier producción audiovisual. Ángela no lo dudó. Le emocionaba que su investigación viera la luz, aunque el maestro le robara el crédito, pero ni siquiera nos sorprendió, porque durante nuestros años universitarios presenciamos la corrupción que permeaba en toda la estructura de la academia.
Otro maestro, que fue de los primeros en cobijarla cuando se dio cuenta de su interés en las aves, le comentó que una universidad nacional, de la cual formaba parte como investigador, le ofrecía estudiar su posgrado con una beca. La única condición era que él tendría que ser su asesor de tesis. Él, al igual que Ángela, guardaba un profundo amor por las aves. De niño le gustaba sentarse en el jardín a ver el árbol que estaba en medio del patio. A veces llegaban algunos pájaros para cantar o anidar: le gustaba encontrarse, año con año, a uno diferente; cerraba los ojos y adivinaba de cuál se trataba simplemente con escucharlo. Por eso, cuando leyó la investigación de Ángela, la llamó para trabajar a su lado.
Durante los últimos tres años, aquel maestro, consternado ante un hecho inexplicable, registró la muerte de aves en condiciones extrañas y comenzó a observar cómo otras entraban en procesos de extinción masiva. Además, las olas de calor del último verano dejaron un saldo de miles de aves muertas, agravando la situación. Por eso le dijo a Ángela que el gobierno quería investigar de qué se trataba y lo llamaron, pero su labor administrativa en la universidad, junto con sus clases, le impedían dedicarse de lleno. De inmediato pensó en ella y la recomendó. Los otros investigadores, que no se podían encargar del asunto, estaban ocupados en procesos burocráticos para obtener sus becas y premios al desempeño docente por salvar la vida de los animales desde sus sesudas investigaciones sobre el calentamiento global. Pero a Ángela no le interesaba eso, ella no buscaba el reconocimiento, sólo quería ayudar a las aves, saber que cada que levantara los ojos se encontraría con una en vuelo.
El maestro le dijo que estaban buscando qué soluciones se podían encontrar para frenar aquel fenómeno tan peculiar. Ella le dijo que sí. Era el sueño de su vida. Se recordó de niña, cuando recogía las aves heridas que encontraba en la calle y las llevaba a casa para cuidarlas hasta que pudieran volar, entonces las soltaba de nueva cuenta para que regresaran al mundo, no importaba si era para dar el último vuelo, pero al menos que tuvieran la libertad de elegir en qué lugar caerían. Esa misma tarde le envío por correo todos sus documentos. El maestro le dijo que tal vez en dos o tres meses se pondrían en contacto.
—¿Cuál es el día más importante para los pingüinos? —me volvió a preguntar una tarde mientras veíamos la televisión.
Desde que envió aquel correo, no hablamos de su investigación, y las noticias, de acuerdo a lo que le dijo su maestro, estaban por llegar. Una sensación extraña comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Se trataba de una necesidad de estar en constante movimiento, que encontró cabida en mis pies siempre sacudiéndose, chocando contra el piso cada que estaba sentado; o en las manos, que parecían arañas, que obligaban a mis dedos a moverse como si estuvieran bailando. A veces se tornaba en un vuelco en el corazón o inclusive en un hormigueo en los brazos o las piernas. Sin embargo, trataba de evitarla ocupándome en otros asuntos: instalamos un jardín horizontal en la pared que daba la bienvenida al apartamento, así que me dedicaba a cuidarlo, y ver los ojos de Ángela me hacía pensar en jardínes hermosos, como los Jardines Colgantes de Babilonia o el Jardín del Edén. Pero su mirada comenzaba a apagarse.
—¿Cuál día? —insistió.
El reportero hizo hincapié en que otra vez se encontró un cementerio de aves en las calles de la capital del país. Un fenómeno similar ocurrió en una localidad a dos horas de donde vivíamos. Las aves volaban por la ciudad y poco a poco comenzaron a caer muertas. Al día siguiente llovió sangre. Algunos grupos religiosos comenzaron a hablar de las plagas y el fin de los tiempos. Culpaban al gobierno, que permitía tantas cosas inmorales, que cobijaban acciones que iban contra la voluntad de Dios. Decían que esta tierra, poco a poco, se estaba transformando en Sodoma y Gomorra. Algunos más se dedicaban a martirizarse como un sacrificio. Otros tantos salían a las calles a protestar contra las empresas capitalistas que agotaban los recursos naturales y contribuían, en gran medida, al calentamiento global. Ángela lloró, no por el fin del mundo, sino por el fin de las aves.
Pensé en responderle que el día más importante para los pingüinos era cuando pisaban la tierra después de nadar. Imaginé que el alivio del descanso era motivo suficiente. Ahora, en el noticiero, hablaban de un accidente que cobró la vida de una decena de migrantes que viajaban en el remolque de un tráiler. El gobierno investigaba cómo era que sucedió. La corrupción iba desde el escalafón más alto. Me lamenté. Recordé a un grupo de personas que vivían debajo de un puente que estaba de camino a casa, en el cruce de dos avenidas muy importantes, cerca de unas vías del tren. Alondra, una de las mujeres que vivía ahí, quiso cruzar al otro lado, pero no pudo y fue deportada a la frontera. Cuando trató de regresar a su hogar, en el centro del país, sólo le alcanzó para llegar hasta la capital de este estado fronterizo, en donde se instaló temporalmente. Ahí improvisó un lugar para dormir y construyó un pequeño cuarto con cobijas y tablones. Su hogar era la calle. No sabía cuándo regresaría a casa, pero guardaba la ilusión de volver, la atesoraba dentro del pecho para encontrar fuerzas y seguir adelante.
—El día en que nacen, el día en que encuentran pareja, cuando nacen sus crías, cuando descansan después de nadar tanto. No sé… —le respondí a Ángela.
Cerró los ojos mientras repasaba mi respuesta. Guardó silencio. Yo pensé que Ángela era como las aves. Se levantó, se fue al dormitorio y yo apagué la televisión.
—¿Qué haremos en navidad? —preguntó al día siguiente, mientras se asomaba por la ventana, buscando en las nubes el pronóstico del clima.
Nadie pasaba por la calle. Todas las hojas de los árboles del camellón central cayeron y en el parque no había más hojas para caminar sobre el fuego.
—No sé, ¿qué quieres hacer tú? —respondí con otra pregunta.
Un extraño silencio habitaba entre nosotros. A la distancia, nos veíamos como una presa ve al cazador, como esperando el momento preciso para la defensa y el ataque.
—Me iré a Argentina… —respondió de golpe.
Ni siquiera pude decir algo, no encontré la respuesta, pero me di cuenta de cuál era el día más importante para los pingüinos y entendí que Ángela también lo acababa de descubrir.
—Mira, estudiaré mi maestría allá, no te lo dije —continuó—. Hace poco me di cuenta de que existe una reserva de pingüinos y están buscando alguien que vaya a cuidarlos, a investigarlos, a vivir con ellos. Quiero conocerlos, quiero hacer otras cosas, quiero estar en otro lugar. Sé que no podremos seguir juntos a la distancia. Lo siento. Si te sirve de consuelo, también rechacé la beca y la publicación del libro…
Esa tarde descubrí el cuerpo de una paloma a un lado de la ventana. No le dije nada, sólo dejé que los gatos jugaran con ella, que su cuerpo fuera motivo de alegría para los felinos. Se trataba de una extraña venganza personal. Ella mantenía los ojos clavados en su computadora, mientras tecleaba, y de vez en cuando miraba al techo. Tenía mucho tiempo sin asomarse a la calle.
Con el pasar de los días, poco a poco habitamos lugares diferentes de la casa. Cada quien delimitó su espacio. Su hogar se limitaba a la habitación; el mío, a la sala. El invierno se instaló con una nevada que cubrió de blanco todos los edificios de la ciudad. Al día siguiente, Ángela emprendió la marcha. Ese día me dediqué a verla guardar las cosas que se llevaría; recolectando lo que durante meses se encargó de instalar en la casa hasta volverla un hogar. La temperatura descendió a diez grados bajo cero. Las tuberías del departamento se reventaron. Nos quedamos sin agua, sin comida y sin gas. No se bañó, pero poco importaba, porque al llegar a la capital del país, en su escala, entraría al hotel y podría darse un baño con agua caliente. Luego tomaría su siguiente vuelo y se instalaría en una habitación con aire acondicionado para combatir el calor de su primera navidad en el hemisferio sur. Yo tampoco me bañé, no comí y ni siquiera fui a acompañarla al aeropuerto.
La noche del 24 de diciembre, mientras cenaba puré de papa con panecitos de mantequilla, me senté a ver películas navideñas. No pasaron Mi pobre angelito, pero vi El regalo prometido. Ese día volvió a nevar. En la calle los niños caminaban abrigados y dando pasos torpes. Recordé cuánta ilusión me causaba la nieve cuando era niño. Ahora nevaba, pero no tenía ganas de salir y construir un muñeco. Pensé en Ángela y en qué estaba haciendo. En el parque no había más aves y me pregunté si ya conocía a los pingüinos.